La noche de la explosión en el polo industrial de Ezeiza fue, para Marcelo Ruiz (34) y Gonzalo Araya (27), una escena que todavía sienten superpuesta a la realidad. Los dos trabajan en ParNor, una fábrica de galletitas ubicada a unos 300 metros del epicentro del fuego. Son operarios, compañeros de máquina, amigos. “Somos hermanos de fe. No de sangre, pero sí de fe”, dice Marcelo. Y en esa noche de fuego, explosiones y caos, lo único que querían era encontrarse.
Marcelo estaba en el sector de envasado cuando el mundo se inclinó. “Escuché un estruendo, pero muy fuerte, que parecía que había sido como un misilazo”, recuerda. “Sentimos que empezó a vibrar todo, pero de la nada. Y empezaron a caer cosas del techo: vidrio, techo, ladrillos”, dice a Clarín. Se tiraron al piso. Él logró refugiarse bajo un techito antes de correr a la salida de emergencia. Cuando salió, vio lo que todavía no puede borrar: “Ahora hablo con vos y tengo toda la imagen: te estoy mirando a vos y estoy mirando toda la imagen de lo que pasó en ese momento”.
Lo primero que pensó fue en su familia. “Quería salir y ver a mi familia. Es lo primero”. Lo segundo, en Gonzalo. “Solo quería encontrarlo. Pensé que estaba muerto”.
Gonzalo, en otro sector, había ido a buscar una pastilla para la panza cuando un compañero lo alertó: “Me dice un compañero que estaba prendiéndose fuego la fábrica de enfrente”. Fueron al comedor, donde un ventanal de blindex daba hacia el predio. “Se ve el hongo de fuego y la explosión. En el momento, pasó todo en cámara lenta”, recuerda. La onda expansiva reventó los vidrios y los hizo volar a él y a cinco compañeros. “Más o menos entre 5 y 7 metros volé”, dijo. Le cayó la luminaria en la cabeza y en la espalda. Todavía hoy lleva las marcas.
Su brazo empezó a deformarse. “Tengo una fisura, y ahora tengo que hacer estudios por los tendones porque estos dos dedos los muevo y me pincha todo”. La cara ardía por los vidrios. “Sinceramente tenía todo el brazo acalambrado… pensé que era el hueso quebrado”, dice.
Aun así, trató de ayudar. “Atiné a agarrar a uno de los compañeros que también voló por la onda expansiva”, manifestó aún sin caer en la cuenta de lo que pasó. La capacitación en evacuación ayudó dentro del caos: “Nos permitió dentro de todo el shock del momento poder evacuar y estar bien”, explica.
A Marcelo, la incertidumbre lo carcomía: “Me preguntaba dónde estaba mi amigo. Yo con él es con el que más hablo en la fábrica. Trabajamos al lado del otro. Compartimos la fe”. Cuando lo encontró en el fondo del predio, lo vio mal. “Parecía que estaba quebrado, tenía una inflamación y una curvatura en el brazo que parecía que estaba completamente quebrado”, recuerda. Con su compañero Guido improvisaron una sujeción con un delantal.
A pesar del impacto, Gonzalo intentó ayudar. “Atiné a agarrar a un compañero que también voló”, cuenta. Por la capacitación en evacuaciones que tenían, pudieron sacar a varios. Pero él estaba cada vez peor. Una bombera les dijo que tenían que alejarse mucho más porque las explosiones que seguían podían ser más fuertes. En ese caos apareció Jorge, un operario de otra fábrica del predio, que lo cargó en su auto junto a otro herido y los llevó a la salita 7 de Spegazzini. Ahí le pusieron oxígeno, un torniquete y, más tarde, lo trasladaron a la Clínica Monte Grande junto con su compañero.
A esa altura, los familiares no sabían nada. Cuando llegaron y vieron fotos del predio devastado, creyeron lo peor. “Pensaron: ‘Están muertos’”, cuenta Marcelo. Las lágrimas, los abrazos, la foto que les sacaron en ese reencuentro: un testimonio, dicen ellos, de que “Dios existe y nos está cuidando”.
Mientras tanto, Marcelo llegó a su casa sin celular para avisar. “Llegué a mi casa, los vi llorando, llorando, llorando. Los abracé a todos”. Pero no se quedó: “Me fui de vuelta a la salita donde estaba él para no dejarlo solo”, dice por Gonzalo.
El miedo seguía. “Las llamas eran grandes. Parecían como montañas, como un morro”, dice Marcelo. Gonzalo lo grafica aún más: “Literalmente parecían un infierno”.
Fueron horas eternas. “Al principio fue todo un silencio y toda una cámara lenta”, recuerda Gonzalo. Lo que duró minutos, en su cabeza fue otra cosa.
También está la preocupación: la fábrica está inhabilitada. “Se abrieron los vidrios, parte del techo, mampostería, se han caído paredes internas”, cuenta Gonzalo. “Muchos están preocupados por la fuente de trabajo porque hay familia”.
Marcelo volvió luego al predio para retirar sus cosas. La imagen lo acompañará siempre: “La calle principal parece como un valle de muerte… las estructuras volteadas, tiradas. Las fábricas de lado a lado, desaparecidas”
Hoy siguen juntos. Esta tarde, a pocas horas del incendio, Marcelo le llevó junto a su delegado la moto y sus pertenencias a Gonzalo que vive en Rafael Calzada. Están juntos como todos los días en la fábrica. “Tengo más tiempo con él que con la familia”, dice Marcelo. Lo resume con simpleza y verdad: “Él es mi hermano de fe”.
Y en esa noche que parecía interminable, entre fuego y escombros, los dos vivieron lo mismo:
“Solamente quería encontrarlo”, dice uno.
“Pensé que estaba muerto”, dice el otro.
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